El caballo corría alegremente por
el prado de amapolas rojas que contrastaban con el trigo verde, dando saltos y
emitiendo relinchos sin parar. Se acercó a la linde del campo donde había un
manto amarillo de diente de león interrumpido por matorrales y un bosquecillo
de pino bajo. Después de estar un rato ejercitando sus largas y fuertes patas estaba sediento. Se paró y resopló,
como dándose cuenta de que tenía que parar a descansar. Olisqueó una florecilla
solitaria en la alfombra dorada, la mordisqueó un poco pero no le gustó el
sabor que tenía, una mezcla entre picante y dulce. Escupió y siguió buscando
algo para calmarse. Esta vez probó un poco más arriba, le llamó la atención el
verde intenso de las hojas de los arbustos, estas sí que le gustaron y empezó a
comer sin medida.
Empezó a encontrarse cansado, había corrido y había comido y
entró en un profundo sueño. Soñó que no había tierra bajo sus pies y que volaba
gracias a unas hermosas alas blancas, como el resto de su cuerpo. Se vio entre nubes de algodón y vio a lo lejos el arcoíris. Era tan
bello que corrió hacia él hasta alcanzarlo. En cuanto puso sus pezuñas encima
su cuerpo empezó a menguar y vio como le crecía una protuberancia en medio de
la cabeza, se asustó un poco al principio pero siguió caminando por aquel
puente tan colorido y al ver su reflejo en el rio de plata, vio su hermosa
melena y su larga cola de cabellos dorados y se gustó mucho. Se quedó un
momento embelesado con su propia imagen pero notó una cálida caricia en su
grupa que le resultó muy agradable. Se quedó quieto disfrutando de la sensación
pero la temperatura fue subiendo hasta que sintió una fuerte palmada que le
hizo dar un brinco hacia delante.
Calló sobre el espejo rompiéndolo en mil
pedazos pero no sufrió ningún daño porque era un río de aguas cristalinas.
Después del chapuzón encontró una
cascada y detrás de ella escucho un canto muy bonito y melodioso que decía:
“caballito, caballito, quédate un ratito; te cantaré canciones para calmar tus
pasiones; quédate conmigo y seamos amigos; caballito, caballito quédate
conmigo” Tanto le gustó que quiso ver quien era la dueña de esa linda voz.
Atravesó la cascada y se encontró en una gruta cuyas paredes estaban
incrustadas de verdes esmeraldas que reflejaban la luz de una hoguera.
Y
entonces la vio, sus cabellos eran negros como el azabache y sus ojos verdes
como las esmeraldas de la cueva. Seguia cantando hasta que lo vio y entonces
sus labios dibujaron una sonrisa que ilumino toda la estancia. “Te estaba
esperando, ven conmigo”. "¿Dónde me llevas?”. “Te enseñaré el mar”. “¿Qué es el mar?”. “Es donde
van a parar las lágrimas derramadas por todos los niños del mundo”. “Entonces
debe ser un lugar triste”. “No, todo lo contrario, porque es del color de los
sueños cumplidos”.
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