El caballo corría alegremente por el prado de amapolas rojas que contrastaban con el trigo verde, dando saltos y emitiendo relinchos sin parar. Se acercó a la linde del campo donde había un manto amarillo de diente de león interrumpido por matorrales y un bosquecillo de pino bajo. Después de estar un rato ejercitando sus largas y fuertes patas estaba sediento. Se paró y resopló, como dándose cuenta de que tenía que parar a descansar. Olisqueó una florecilla solitaria en la alfombra dorada, la mordisqueó un poco pero no le gustó el sabor que tenía, una mezcla entre picante y dulce. Escupió y siguió buscando algo para calmarse. Esta vez probó un poco más arriba, le llamó la atención el verde intenso de las hojas de los arbustos, estas sí que le gustaron y empezó a comer sin medida. Empezó a encontrarse cansado, había corrido y había comido y entró en un profundo sueño. Soñó que no había tierra bajo sus pies y que volaba gracias a unas hermosas alas blancas, como el resto de su cue
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