Había una vez un rey de un Reino muy lejano que tenía una hija, un caballito de mar y una bola de cristal que le decía el tiempo que iba a hacer. La hija se llamaba Rosalía y se pasaba el tiempo contemplando el caballito de mar, estaba triste porque lo veía solo y se negaba a separarse de él hasta el punto que ni comía ni bebía si no era a su lado. Un día el padre, harto de que estaba consumiendo su infancia y parte de su juventud y perdiéndose todas las cosas buenas de la vida, decidió contactar con una bruja a través de su bola de cristal y le pidió su ayuda.
La bruja que tenía muy buena reputación por ayudar a la gente le propuso tres opciones y dejo que pensara para ver si era un rey sabio y bondadoso. La primera opción era envenenar el agua del acuario para que el caballito enfermara y al final muriera y desapareciera. La segunda opción era que apareciera un bello y apuesto príncipe para que la enamorara y la apartara de esa obsesión. Y la tercera, que fue la que más le gusto al rey era convertir al caballito de mar en un animal terrestre que pudiera acompañar a la princesa para que hiciera una vida normal. Ahora tocaba elegir el animal en el que se convertiría aquel bello caballito de mar que tanto enamoraba a Rosalía. Lo primero que se le vino a la mente fue convertirlo en un noble caballo, pero enseguida temió que cabalgando se pudiera hacer daño. Luego pensó en un bello cisne y majestuoso pero pensó que entonces la princesa no querría entrar en casa y podría enfermar en tiempo de invierno. Entonces pensó en el ideal. Le dijo a la bruja que convirtiera al caballito de mar en un perro. Y fue así como la princesa siguió teniendo a su amigo cerca, porque le seguía a todos lados y podía llevar una vida normal, pasear por el campo, jugar a la pelota, estudiar para cuando fuera reina… y fueron felices todos, la princesa Rosalía, el caballito de mar convertido en un bello dogo alemán, el rey de ver que había recuperado la vida de su hija y la bruja de comprobar que el rey había tomado la más sabia decisión.
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